lunes, 11 de junio de 2012

El pequeño de la eterna sonrisa.



Era la costumbre lo que me aburría de este día. Nuevamente el reloj de arena apuntaba sus granos a las 06:15 am. para que mis ojos se posaran en la ventanilla del bus con dirección al sur. Todo debía ser igual a lo escrito semanas antes: audífonos en mis oídos, un libro que duraba hasta que mis ojos decidieran estar en huelga y mi cabeza inclinada a la carretera para disfrutar del hermoso paisaje de la nada.
Todo era igual, todo era monótono para un nuevo amanecer. Mis manos entrelazadas, mientras el libro reposaba sobre mis piernas, sintieron el calor presencial de una mano compañera que, quizás por un simple movimiento inoportuno, rozó cobardemente la unión  fraternal de mis dedos. Hice caso omiso a aquella señal ya que el espacio dentro de un bus es ideal para que los roces se produzcan, por lo cual seguí con los pestañeos intermitentes en busca del sueño.
La cobardía de aquel movimiento se repetía una y otra vez. A estas alturas la señal era clara: alguien estaba llamando mi atención desde el asiento que comparto. No alcancé a abrir mis ojos cuando ya una sonrisa se plasmaba en el retrato de una criatura que en sus movimientos solo buscaba jugar. No era un niño cualquiera, no era un niño del montón, era el pequeño de la eterna sonrisa, ese que con su inocencia pinta la vida “color esperanza” y su presencia es la debilidad de los fuertes.
Me sonreía una y otra vez, mientras, con extrañeza, contabilizaba “1, 2, 3..” los dedos de mis manos. Sus logros eran compartidos, sus hazañas aplaudidas y su eterna sonrisa era el regalo para quienes lo observábamos.  Que gozo sentía mi alma y que cambió rotundo vi en las caras de los pasajeros de aquel bus. Si algo podía cambiar esa mañana era el acompañante de mi asiento, y el destino, el destino lo puso ahí para darle sentido a mi día y a mi vida.
Una sonrisa eterna llena de inocencia, el que vive por la presencia, la atención y la sonrisa de quienes lo rodean. El era quien daba sentido al “porque vivimos juntos”, eso reflejaba la cara de “ocupados” trabajadores de aceleradas vidas que miraban a todo aquel que sonriera a su lado. Era el instante apropiado para pedir perdón por no sonreír a diario.
Del pequeño no supe más tras detenerse el bus en la carretera. No dijo Hola, pero me dijo adiós, contando el “1,2,3..” con sus dedos  y su sonrisa eterna que jamás olvidaré.


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